// Publicado originalmente en El Día de Salamanca el 16 de octubre de 2016 //

Soy un logo, esa imagen que pretende representar a una institución, empresa, o producto. Y vengo a deciros que estoy harto y estresado. Los clientes quieren echar una carga sobre mis espaldas con la que no puedo. Me quieren responsabilizar de toda la comunicación de la empresa… ¡hasta me exigen que aumente las ventas!

Cuando me diseñaron, todos pendientes de mí. Hasta el presidente de la compañía quiso opinar y dijo que era un poco soso… ¿por qué no le pones más color? El de marketing tampoco se calló: que si con esa imagen no íbamos a conseguir el prometido reposicionamiento: ¿no se entiende, por qué no le añades el producto? Los comerciales, igual… y así todos. Y yo sin poder explicarles que aunque soy pequeñito tengo que ser así de simple. Porque si no, no voy a cumplir mi misión: pequeña, pero muy, muy importante. Y no lo digo como se les dice a los niños, para que se lo crean, lo digo de verdad.

Para estar bien, tengo que contar con pocos elementos. Si no, me pareceré al jeroglífico de las Yemas de Santa Teresa. Ese que el Umberto Eco ponía como ejemplo del kitsch en Apocalípticos e integrados. Muy ricas las yemas, pero vaya tela el jeroglífico. Eso, claro está, no es un logo. Si me empiezan a sumar cosas, me convierto en Frankestein. Por eso, normalmente, sólo represento una figura… dos a lo sumo. ¡Hacemos casas, y ahí no hay ninguna casa!, dice el cliente. Y yo… cansado ya de la historia, les explico que no hace falta. Que si está, pues bien, pero que no es imprescindible. Que no juego yo solo, que voy acompañado del nombre. En realidad, a mí los entendidos me llaman símbolo, o imago. El logo, para ser justos, es mi hermana ‘la palabra’: la representación gráfica del nombre. Ella, por cierto, es mucho más importante que yo: es la piedra angular de la identificación de la marca. Pero después de ella, voy yo. Con mi bonita figura y, cuando toca, con los colores que hagan falta. Por cierto, que si no llega a ser por ‘la palabra’, ahora lo llaman naming, seguro que ni existía. Imagen y palabra trabajamos juntos para que se entienda quiénes somos y para que se nos pueda llamar de algún modo. Si no, a ver cómo nos vas a encontrar en Google.

Por suerte, colaboro con más gente en la comunicación de tu marca. Tengo a mi vecina la Publicidad, que va y lo casca todo, y que hace que todo el mundo se entere de que he llegado. Y a mi padrino el branding, sin el cual no tendría sentido mi vida. Él me cuida, me mima y me guía. Hace que la gente entienda mejor quién soy, cómo soy y a qué me dedico. Y también está mi primo el marketing, que asistió al diseñador en mi nacimiento, y que desde entonces no para de presentarme a gente y hace que nos compren. Y cómo me voy a olvidar de mis primas, las relaciones públicas, siempre preocupadas por el qué dirán…

Ahora bien, sí que voy a decir una cosa alto y claro: estoy harto de que me ninguneen y no me hagan caso. Para cumplir bien mi misión tengo que ser simple, que no simplón. Puedo ser de colores, pero cuando toca, me visto de blanco o de negro y me sienta igual de bien. Tengo que poder ser visto sobre una foto de la mismísima jungla al tamaño de la yema de un dedo. Y no perder alegría cuando me veas en grande, en la marquesina del autobús. Aunque nosotros, los logos, tendemos a ser discretos, solemos dejarle el protagonismo a otros. Fíjate si es cierto, que en algunos casos sólo te acuerdas de nuestros colaboradores: el color y la forma. ¿Que no te lo crees? Pues fíjate en el pobre logo de Burberry’s, eclipsado por el éxito que en tu memoria tienen los cuadraditos de las bufandas. ¿Y qué me dices del rojo de Ferrari o del Santander? A veces nos hacen tan bien, que aunque nos cambian y nos rediseñan, todo el mundo se acuerda más de cómo éramos antes. Me lo contó mi amigo el logo de Pans & Company. Que por muchos cuadraditos de colores que le pusieron, todo el mundo se sigue acordando del amarillo y el ajedrezado.

Claro, que yo no me puedo quejar. Peor lo tiene el color. Que a todo el mundo le da por asociarlo con cualquier cosa. O por aplicarle significados sin sentido a primera vista. Por no hablar de las manías: que si al cliente no le gusta el naranja… que si el verde es esperanza… Pelín más de respeto, por favor.

En fin, que soy miembro de una familia muy grande en la que cada uno nos dedicamos a una cosa. Que cuento con un montón de colaboradores en la comunicación de la marca. Que yo me limito a que sepan quiénes somos y bastante tengo. Y que mi misión es que cuando me veas un par de veces no se te olvide mi cara: no nos vayas a confundir y te vayas con otra.

Un comentario en «Manifiesto de un logo cabreado»

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