Este texto está dedicado a Adoración Holgado, Dori, fundadora del Programa Interuniversitario de la Experiencia y profesora de la Universidad Pontificia de Salamanca. Una innovadora constante de la formación continua. Que en paz descanse.
// Publicado originalmente en El Día de Salamanca el 1 de abril de 2017 //
Una vez, dando unos cursos de edición de páginas web en un curso de verano, una de las alumnas, que superaba los 70 años, exclamó en alto: “me estoy dando cuenta de que en esto de Internet, todo está en inglés, así que este verano me voy a poner a aprender”. A mí, personalmente, el hecho me dejó perplejo. Parecía como salido de uno de esos vídeos de motivación que corren por Youtube. Me pregunto cuántos de nosotros, aún con unos años menos, nos vemos con las mismas ganas y capaces de ponernos a aprender algo nuevo: un curso, una nueva tecnología, ni mucho menos un idioma que nunca hemos estudiado.
Aprender es una actitud vital. Aprender es estar dispuesto a poner en tela de juicio lo que uno piensa o conoce hasta ese momento, para cederle el testigo a alguien que sabe más sobre ese tema y tener la paciencia de dejarle que termine su razonamiento, su exposición, para ver si nos ha convencido y chequearlo con nuestra anterior cosmovisión. Aprender es bajar las barreras de los prejuicios. Es vivir en un eterno estado de incertidumbre en el que eres consciente de que tus certezas valen lo que valen las pruebas sobre las que se apoyan. Es empatizar con la persona que nos enseña. Y cuanto más empatizamos con ella, más aprendemos. Aprender genera más preguntas que respuestas.
Pero aprender también es ser crítico con lo que uno escucha, ponerlo a prueba y asumirlo o rebatirlo en función de la lógica, la argumentación o el método científico. Pero solo y solo si hemos hecho el esfuerzo de comprender la lógica del otro. No hablo de relativismo, ni de varias verdades. Pero sí de varios puntos de vista sobre una misma certeza. La realidad es demasiado ancha como para que no sea así. Aunque en determinadas cuestiones, solo quepa blanco o negro.
Yo tuve la gran suerte de aprender cosas de grandes maestros. ¿Quién no? Solo hay que hacer memoria. Hablo de mi profesor de 5º de primaria, don Pedro, que me enseñó cómo se podía tener respeto a todas las personas. O de Eloísa, que me contagió en el instituto su amor por la Historia. Ya en la facultad, estudiando Periodismo, tuve la gran suerte de tener un montón de asignaturas de lo más variopintas. Recuerdo a Emilia Velasco, quien me prestó para siempre el placer de la literatura. O a los profesores Eugenio Bustos (padre e hijo), que me mostraron los caminos de la lingüística y de la economía. A Agustín Domingo Moratalla, que fue el primero en descubrirme la felicidad como eudaimonía, así como la habilidad (que yo nunca desarrollé) de cubrir una pizarra de 5 metros de ancho en solo hora y media, explicando en fragmentos la historia de las ideas políticas. Y, por supuesto, recuerdo la labor de María Teresa Aubach. De ella aprendí que la determinación en conseguir un propósito es el mejor motor para producir el cambio. Pero recuerdo mucho, con frecuencia, y con la sensación de haberlo aprovechado poco, de no haber correspondido yo con lo que él me dio, al profesor Paniagua. Un anciano de barba blanca, fraile, que hablaba las lenguas clásicas y unas cuantas de las modernas, pero que vestía vaqueros de marca y jersey, porque nos dio, sin duda, las mejores lecciones sobre arte contemporáneo que recibiré en mi vida.
Recuerdo también el parón que sentí cuando terminé la carrera. Después de cinco años venga a aprender cosas nuevas, simplemente por sentarme a escuchar día tras día en la bancada del aula… y, de repente, el ritmo bajó. De repente la responsabilidad de seguir aprendiendo, ya licenciado, recaía únicamente sobre mis espaldas. Y la obligación de la especialización dejó de lado todas aquellas cosas de las que también me hubiera gustado seguir aprendiendo.
Hoy, tal y como está configurado todo, es imprescindible continuar recibiendo formación durante toda nuestra vida. Los que hoy son jóvenes lo saben bien. Y los que ya no lo somos, también. Es el aprendizaje a lo largo de toda la vida.
Hace unos días, volví a las aulas de la que todos llamamos “Universidad de la Experiencia” para hablar de tecnología, de diseño y de comunicación. Y sentí envidia de los que allí estaban sentados. Por su determinación a continuar aprendiendo. Por su curiosidad. Por su actitud. Pero sobre todo porque van a seguir aprendiendo un montón de cosas nuevas de asignaturas de lo más variadas. Y porque van a aprender por el mero placer de aprender. Y yo no me puedo quejar, que a mí me pagan por aprender y por intentar enseñar. Pero de mayor, sin duda, quiero ser como la alumna de 70 años con la que empezaba este texto. Eso es actitud.
Fotografía cedida por el profesor Agustín Domingo Moratalla
Veo que no publicaste mi comentario.
¡Qué bonito es inventarse el pasado!
Y qué feo es el logos ¿verdad?
Hola Ramón, está claro que tenemos diferentes opiniones acerca de cómo fue aquello. Yo creo que, sencillamente, lo vivimos de forma diferente. Pero no voy a permitir que se use este blog para difundir críticas ofensivas. Esa entrada no pretende ser más que un recuerdo vago, unos sencillos apuntes. Nada más. Yo no establezco dogmas, pero no permito que nadie me impongo su punto de vista. Si quieres contar el tuyo, publícalo en tu blog. Un saludo.