// Publicado originalmente en El Día de Salamanca el 7 de enero de 2017 //

Cuando empecé en esto de enseñar, pensaba que lo más difícil sería acordarme de todo para poder contarlo después en clase. Es natural, eran los comienzos. Después, lo difícil era ajustar los tiempos. En esto sigo teniendo margen de mejora. Pero en mi lista de cosas que mejorar, no contaba yo con que fuera tan difícil esta de enseñar a aprender. Es decir, conseguir que las personas que tienes delante en el aula salgan con la capacidad autónoma de seguir aprendiendo, de resolver por ellos mismos los problemas y retos que en un futuro profesional próximo se les pusieran por delante.

Sin duda, tanto en mi educación básica y secundaria, como, ya menos, en la universidad, aprendí en un modelo basado en el acceso a la información para poder acceder al conocimiento. Y muchas veces el primer problema era el más complejo, por amplitud, por volumen de información que recordar. Los que ya tenéis una edad, os acordaréis de los ríos y sus afluentes. Yo no. Nunca pude con ese tipo de cosas, así que me las aprendía y las soltaba con la misma facilidad. Sin embargo, recuerdo perfectamente clases de profesores que me conmovieron y me revolvieron por dentro. Pero también recuerdo que no todos los días eran gloriosos ni para los profesores ni para mí. Yo, en cualquiera de esos momentos que puedo albergar en mi memoria, era cada día una persona diferente. Porque quizá ese día estaba cansado o porque la novia me había dejado. Y, aunque para nada era consciente (ahora sí), supongo que a mis profesores les pasarían cosas parecidas, propias de su edad y condición. Hay temas que también son un rollo para los profesores aunque haya que darlos. No todos los días son buenos, no todas las tardes se sale por la puerta grande, no todas las clases fueron excepcionales ni las del mejor de mis profesores. Así que no quiero ni imaginar cómo pueden ser las mías en un día malo, de tantos que uno puede haber tenido en lo que lleva enseñando. O incluso las de un día normal.

Luego está la empatía que se genera en los grupos. Cómo un pequeño grupo de gente puede conseguir que una clase entera sea autodestructiva o, por el contrario, se genere un clima de entendimiento y de proactividad en la que el grupo se retroalimenta y estimula la generación de conocimiento. Cuando eso sucede, es la bomba. Cuando es al revés, las menos de las veces, hay que remar contracorriente. Pero nunca dejar de remar.

Por estas y otras razones, siempre pensé que era mejor intentar hacer con mis alumnos lo que mis hermanos hicieron conmigo cuando me enseñaron a montar en bici. Sin patines, o ruedines… y cuesta abajo. Bueno, no con mucha pendiente, eso es verdad. En definitiva, soltarme subido a la bici y esperar que mi ¿instinto? me incitara a pedalear, mantener el equilibrio y frenar cuando tocara. El premio para mí era mantener el equilibrio, no que mis hermanos jalearan cada vez que lo conseguía. Aunque he de reconocer que esto nunca le desagrada a nadie. Echarte a andar en bici, cuesta abajo, te permite adquirir la experiencia de fuerzas como la inercia o la de la ley de la impenetrabilidad de la materia. Esta última, con resignación y cierto dolor cuando tu cuerpo se empeñaba en ocupar el espacio que ocupa el suelo. Pero es que hay cosas que sólo se aprenden de una manera.

A lo que voy, esta manera de enseñar me ha dado buenos frutos en muchas ocasiones, pero es verdad que no siempre. Y es que últimamente me ha ocurrido que hay quien necesita una clase teórica acerca de cómo hay que pedalear antes de subirse a la bici. O de cómo hay que frenar exactamente. Y no tengo claro a qué se debe. Una teoría es la del día de la marmota. Consiste, básicamente, en que tú vas sumando experiencia y conocimientos por viejo, pero ellos, tus alumnos, tienen siempre los mismos años. Así que crees que hay cosas que saben, que no tienen porqué saber, y entonces se la pegan. Tengo otras hipótesis, pero prefiero dejarlas para otro día.

Pero siempre queda esperanza, como decía un amigo, el aplauso es el alma del artista. Y siempre, desde que el sol es sol, hay estudiantes que cuando uno está experimentando el cansancio de que amanece una y otra vez en el mismo día, que cada curso empiezas de cero, te sorprenden con que han llegado dos pasos más allá de donde tú querías que llegaran. Y te alegran el día, y la semana y el curso. Porque cuando uno descubre que ha enseñado a alguien a aprender cosas nuevas, por su cuenta, ese día no se olvida fácilmente.

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