// Publicado originalmente en El Día de Salamanca el 30 de octubre de 2016 //

Era un sábado de no sé qué mes, hacía un frío que pelaba y estaba nevando. Iba de camino a Villalcázar de Sirga, Palencia, a la boda de un colega. En el coche, se empañaban los cristales como suele ocurrir cuando nieva. Y, para colmo, en la iglesia, no había calefacción. Pero todo esto se arregló cuando entramos en el mesón donde se celebraba el banquete, regentado por un tal Pablo.

Don Pablo, que así se le llamaba, pregonaba el menú mientras daba la bienvenida a los comensales. El contraste entre el frío que habíamos pasado y la calidez del local fue gloria bendita, pero nada comparado con lo que estaba por venir. Yo soy de buen yantar, pero aquel menú estaba concebido de tal modo que nuestros paladares fueron capaces de soportar una cantidad de comida que nunca me imaginé capaz de engullir. ¿Cómo conseguía Don Pablo que esto ocurriera? Muy fácil (o no tanto): generando contrastes en la sucesión de los platos. Haciendo que nunca te aburrieras, que no te cansaras. Una sucesión de sabores y de texturas iban alternándose o combinándose de tal modo que sólo cuando acabó el convite nos dimos cuenta de la cantidad que habíamos ingerido. Y sin embargo, no se nos hizo pesado.

Durante mucho tiempo, y aún lo sigo haciendo, he pedido a mis estudiantes de los cursos iniciales que leyeran un libro de una autora norteamericana que es un clásico de la imagen y del diseño. Me estoy refiriendo a Donis A. Dondis y a su obra La sintaxis de la imagen, que tiene un capítulo titulado ‘La dinámica del contraste’. Dondis, heredera de los estudios sobre percepción visual, pero enfocada al mundo de la cultura visual, plantea algo muy simple: si no hay un mínimo contraste entre figura y fondo no somos capaces de ver. Si no hay contraste entre el blanco del fondo (el papel o la pantalla) y el negro de la figura (las letras), no somos capaces de leer. Y bajo este punto de partida tan básico comienza a vislumbrarnos un mundo, un universo, en el que más allá de la mínima acción de ver, sin contraste no seríamos capaces de percibir los matices de un cuadro, ni de apreciar las diferencias entre los objetos y las imágenes que nos rodean. La línea curva, por ejemplo, no tendría ningún interés si no existieran las líneas rectas y angulosas como las de un rayo. El color verde no sería fascinante si no tuviera un complementario. Y el rojo no sería tan atractivo si no existiera el gris, tan sin color, tan sin saturación.

Este planteamiento tan dialéctico y tan cierto en la imagen y, como hemos visto más arriba, también en los sabores y texturas es también trasladable a la música y al mundo de los sonidos. Qué sería de los graves sin los agudos. De las notas sin los silencios. Qué sería de una orquesta sin diferentes instrumentos. Qué sería de una sinfonía si no fuera por el contraste entre las piezas que la componen….

El contraste rompe la monotonía y hace que nuestros sentidos permanezcan estimulados enviándonos mensajes. Sin contraste, desconectamos, nuestra atención baja. Nuestros sentidos están preparados para aislar la monotonía y considerarla como el contexto normal, como lo previsible, lo esperable: lo menos sorprendente o estimulante. Así que el contraste nos permite ver con mayor claridad, discernir entre lo que nos gusta y lo que no. Lo que queremos y de lo que queremos huir. Por nuestra naturaleza, tendemos a aburrirnos, a desconectar de lo que es siempre igual. No queremos comer todos los días lo mismo. No queremos vestir siempre igual. No nos gusta ver siempre la misma película una y otra vez. Sólo a los niños les gusta esto. Y sin embargo, sólo a los adultos que reconocen su aburrimiento frente a la monotonía se les tilda de inmaduros. No deja de ser curioso.

Es por contraste por lo que comprendemos quién nos quiere de verdad y quien nos hace más daño que otra cosa. Qué nos sienta bien y qué se nos indigesta. Por qué cosa sentimos pasión y por cuál el más absoluto de los tedios.

Muchos critican que hoy todo cambia demasiado rápido y que estamos hiperestimulados. Que la vida antes era más lenta y, por ese motivo, mejor. Que no es buena la multitarea a la que cada vez más nos exponemos voluntariamente. Que nuestro cerebro no está preparado para esto… Y yo sigo pensando que era peor antes. Que me aburriría si comiera garbanzos todos los días. Que era peor cuando sólo existían la 1 y la 2 aunque ahora no sepa qué ver en Netflix. Que sería muy triste no poder cambiar de aires de vez en cuando por nacer, vivir y morir en el mismo lugar. En definitiva, que prefiero la dinámica del contraste.

Imagen: Detalle de «Naranjas y amarillos». De Belén Schramm. Óleo sobre lienzo.

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