// Publicado en El Día de Salamanca el 26 de junio de 2016 //
Muchos de mis colegas de profesión y de aulas han diagnosticado una y otra vez el fin de los diarios en papel. Hasta algunos gurús han puesto fecha de caducidad. Que si 2015 (ya se ha visto que esa, no), que si 2048… De hecho, más de uno que esté leyendo estas líneas creerá que yo me encuentro entre aquellos que lo piensan, todo el día metido en las redes sociales, dirigiendo un máster sobre diseño en nuevos dispositivos, hablando por aquí y por allá de las virtudes de las nuevas tecnologías, investigando sobre ello y divulgando lo que puedo… Y lo cierto es que es verdad. Creo que algún día dejaremos de talar bosques para poder estar informados y formarnos opiniones independientes y maduras (que para eso sirve el Periodismo).
En este punto, no me cabe ninguna duda de que manejar un objeto como un periódico o revista en papel es mucho más cómodo y se lee mejor que la mejor diseñada de las aplicaciones para tableta se ponga a nuestra disposición. Y además no se le acaba la batería. Sin embargo, también hay que reconocer que esta tecnología (el papel también es tecnología, y cuando sustituyó al pergamino, fue la bomba) tiene otros muchos inconvenientes. Por ejemplo, hablando de medios, ocupa mucho espacio, pesa, no permite incluir música ni vídeos, ni te permite acceder a información que esté en otro lugar. De hecho, uno de los primeros problemas que pasó por mi cabeza cuando acepté ocupar estas líneas fue la de: ¿y cómo escribo yo ahora sin poder incluir hipervínculos? Acostumbrado ya, que está uno, a plagarlo todo de subrayados que indican a quien lo lee que ahí pueden hacer ‘tap’ (que es como le llamamos a hacer ‘clic’ en las pantallas táctiles) y acceder a la página de turno.
Lo que está claro para los que llevamos observando estos fenómenos de evolución de la tecnología y de los medios, es que nada mata a lo anterior. La radio no mató a los periódicos; la televisión no mató a la radio e Internet no va a acabar ni con los periódicos, ni con la radio, ni con el cine, ni con la televisión. Eso sí, hay que apuntar dos cosas importantes.
La primera es que siempre hay víctimas. Recordemos aquí tres ejemplos para ilustrarlo: el susto que se llevaron los retratistas de finales del XIX cuando se descubrió la fotografía; aquella gloriosa película que relataba la decadencia de una actriz de cine mudo frente a la aparición del cine sonoro en El crepúsculo de los dioses; o la famosa canción de los Buggles, titulada Video kills the radio star (aquí es donde uno echa en falta los hipervínculos para poder ver y escuchar los ejemplos).
La segunda, es que Internet ha transformado profundamente la ecología de los medios y, seguro que no me equivoco, está transformando todo lo que nos rodea. Las series de televisión ahora se ven del tirón, como el que lee un libro. Los libros se compran en Amazon en lugar de en Cervantes (una pena). El periódico se lee gratis en Internet (al menos algunos y al menos en España), con lo cual, preferimos no pagar por él a pesar de las ventajas de otros soportes. Y empresas como Google han dejado de ser lejanas multinacionales para pasar a competir con los diarios locales o las Páginas Amarillas por la publicidad. Al mismo tiempo, empresas de Salamanca tienen clientes en todo el mundo sin necesidad de tener que vivir en Sillicon Valley. Y son más de las que creemos. Pero por el camino, esto es así, quedarán Gorias Swanson como la actriz de la película arriba mencionada. Y no todo será de color de rosa. Otro día, si sobrevivo después del estreno de esta columna, hablaré de cómo está influyendo esta transformación en la universidad.
Visto así, es normal que algunos colegas, y otros que no lo son, hayan atacado a Internet como el culpable de todos los males. Que si es el culpable del cierre de los diarios, que si es caldo de cultivo de delincuentes; que si facilita el linchamiento entre adolescentes en las redes sociales…. Pero Internet no tiene la culpa de esto. Como no la tenía la fotografía de que algunos retratistas perdieran su trabajo. Internet es una herramienta que transforma nuestra sociedad y sirve a las personas. Y las personas somos las que lo usamos y ponemos las normas. Como mucho, se le puede reprochar que pone más de relieve lo codiciosos que somos, lo ruines cuando atacamos a alguien, lo incultos cuando cometemos una falta de ortografía en un tuit o lo incoherente de nuestro comportamiento cuando colocamos un emoticón con una lagrimita en un post de Facebook sobre los refugiados de Idomeni, pero luego votamos a los de siempre.
Por eso, el título de esta columna, robado de una conversación con mi amigo Fernando Galindo, es una soberana estupidez. Como lo sería haber titulado a una columna similar El libro, luces y sombras o El Fax, luces y sombras.